El Isetta de la libertad

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Es el 23 de mayo de 1963. La tarde está oscura y lluviosa: ante el paso fronterizo de la calle Bornholmer Strasse espera un BMW Isetta. Su conductor quiere cruzar de Berlín Este a Berlín Oeste, ya dividida por un gran muro de cemento. Los autos se acumulan frente al control de la República Democrática Alemana. La gente está tensa, los soldados también, los perros ladran. Después de una hora, el Isetta llega por fin a la fila. Con caras largas, los guardias miran los documentos e inspeccionan el vehículo. Son minutos de tortura para el joven conductor, y mucho más para el polizón que va escondido en el diminuto compartimento del motor del Isetta. Las voces llegan apagadas a su angosto escondite. Solo unos pocos milímetros de metal le separan de la voraz vista de los guardias. De repente, la cubierta del motor se abre desde fuera y se enciende una linterna. Aguanta la respiración… Si los guardias le descubren ahora, su fuga hacia la libertad habrá fracasado y acabará en una prisión de la Alemania del Este.

Klaus-Günter Jacobi nació en 1940 en Pankow, un distrito al este de Berlín. Su padre era oficial, su madre ama de casa. Después de la guerra, el régimen comunista del Partido Socialista Unificado de Alemania condenó a su familia a una vida extremadamente austera. «Siempre tuvimos la esperanza de que las cosas mejorarían», afirma hoy Jacobi, «pero ese momento nunca llegaba».


En octubre de 1958, cuando el régimen dejó de emitir cupones de racionamiento y empezó a identificar a los críticos con el sistema como enemigos del Estado, los Jacobi hicieron las maletas y huyeron. Ya desde Alemania Occidental, los refugiados de la RDA empezaron a ver cómo las cosas se pusieron aún peor, cómo la autodenominada «República Democrática Alemana» privaba de libertad de movimiento a sus ciudadanos con muros de piedra y alambre de espino, cómo la gente quería horadar túneles o destrozar con camiones la «muralla antifascista» para recuperar sus derechos o cuántos conciudadanos de la RDA fracasaban en un intento de fuga fallido que acababa con sus huesos en la cárcel. Al menos 140 personas murieron en el Muro de Berlín. Muchos de ellos tiroteados por los guardias fronterizos del este.

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A diferencia de Klaus-Günter Jacobi, su amigo Manfred Koster no huyó a tiempo. Los dos se criaron en las calles y fueron a la misma escuela. Puede que Manfred Koster creyera en el socialismo durante algún tiempo más, o puede que se quedara por patriotismo. Fuera como fuese, permaneció en la zona de ocupación soviética después de que su amigo Klaus-Günter Jacobi consiguiera huir, quizás durante demasiado tiempo.


En noviembre de 1962, un año después de la construcción del Muro de Berlín, Manfred Koster recibe la llamada a filas del Ejército Popular Nacional. La fecha límite de alistamiento era el 1 de junio de 1963. Manfred es un pacifista convencido y tiene claro que no va a pasar por aquello. Ya está harto de la RDA, que espía y oprime a su propio pueblo, negándole sus libertades.


El muro que acaban de construir hace que cualquier intento de fuga sea poco menos que imposible. El riesgo de escalarlo, que te descubran y te maten de un tiro es demasiado alto. Necesita otra ruta de escape. Recuerda a su viejo amigo Klaus-Günter Jacobi. A lo mejor a él se le ocurre algo. Tras una larga conversación, Jacobi decide: ayudaría a su amigo a escapar de la RDA oculto en su auto, un BMW Isetta.

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El Isetta está igual de vinculado a la historia vital de Klaus-Günter Jacobi que a la de la Alemania de posguerra, al menos en el oeste. Por aquel entonces, cuando solo el dos por ciento de los alemanes podían permitirse tener su propio auto, este microvehículo presentado en 1955 resultaba asequible para la mayoría de hogares, con un precio de venta de 2.550 marcos (el equivalente a unos 1.330 euros). Y aunque al forzar al máximo los 13 caballos solo se llegara a los 85 km/h, aquella pequeña joya funcionaba, y lo sigue haciendo para los aún entusiastas de lo vintage.
Klaus-Günter Jacobi descubrió su «ratón» (el alias para este microvehículo) en 1961, en el escaparate de un concesionario del barrio de Charlottenburg, cerca del «Badewanne», el bar que solía frecuentar. Pudo conseguir aquel BMW Isetta rojo y blanco por 1.500 marcos.


Jacobi recuerda que fue a visitar a su hermana en París en el Isetta, cómo sus admiradoras contemplaban el auto a su paso o cómo a veces se ponía en cuclillas en el asiento y sacaba la cabeza por el techo solar, ante el asombro de peatones y conductores. Aunque la experiencia más edificante fue sin duda la huida de la RDA.


Usar un Isetta, un vehículo de solo 2.30 m de largo y 1.40 de ancho como vehículo de escape era un plan tan ingenioso como descabellado. Por un lado, su compacto tamaño lo convertía en el vehículo de escape perfecto: los autos grandes eran objeto de un control meticuloso por parte de los oficiales de la RDA en la frontera, a veces incluso los medían para detectar compartimentos donde pudieran ocultarse personas. Pero en este «motor con un asiento provisional», como llamaban sus detractores al Isetta, nadie esperaba que se pudiera ocultar un refugiado.

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Por otro lado, ¿cómo se puede esconder en este diminuto vehículo a un hombre de 1.75 mts para pasarlo a través de una frontera férreamente controlada? ¿Cómo se puede conseguir, cuando los soldados inspeccionan el interior y pasan espejos bajo el vehículo para controlar hasta el último rincón? El único punto que Klaus-Günter Jacobi encontró para ocultar a su amigo fue una pequeña cavidad tras el asiento, justo sobre el motor.
Al adaptar el Isetta para convertirlo en un vehículo de escape, Jacobi pudo aprovechar su formación profesional: entre 1956 y 1959 había estudiado mecánica en Reinickendorf, Berlín. Después, cuando se convirtió en profesor de autoescuela, solía poner en práctica esos conocimientos en el taller para ganar unos marcos extra. Por eso, en aquel taller disponía de un sitio seguro en el que hacer unos ajustes al vehículo, además de todas las herramientas necesarias: martillo, cincel, sierra y pintura.


Un proyecto secreto en el tallerJacobi acudió al taller casi cada tarde durante varias semanas. A medida que se acercaba la fecha de incorporación de Manfred al ejército, la urgencia aumentaba. El jefe a veces abría el taller hasta más tarde, los compañeros se pasaban tras la hora de cierre a echar un vistazo o tomar una cerveza.


«No tengo ni idea de cuántas horas me hicieron falta para adaptar el Isetta. Pero solo tenía un objetivo en mente: sacar a mi amigo de la Alemania del Este».


El último paso de la adaptación se hace el propio día de la fuga: tras haberlo soltado ya de su montura, Jacobi quita el depósito de gasolina de 13 litros del auto y lo sustituye por uno más pequeño, poco mayor que una lata. Los dos litros de combustible que admite deberían ser suficientes para pasar al refugiado por la frontera.

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La principal motivación de Klaus-Günter Jacobi era ayudar a su amigo. Pero enfrentarse a lo prohibido también le resultaba emocionante, luchar contra la injusticia del poder, como él y Manfred Koster habían hecho en su adolescencia, antes de huir al oeste. Mientras la frontera estuvo abierta, los dos granujas pasaban todos los días a Berlín Occidental y se hacían con guantes de cuero, café, medias, plátanos y tabaco. De vuelta a casa, en la parte este, lo vendían todo barato. «Era rentable», subraya Klaus-Günter. Espiar a los soldados fronterizos, registrar las horas del cambio de la guardia, seguir las rutas de las patrullas… esa era su rutina. «Éramos casi profesionales».


Conducir el auto en el que su amigo podría huir, por tanto, era un asunto de honor. Pero había un problema: como la RDA no reconocía Berlín Occidental como parte de la RFA, a Klaus-Günter no se le permitía la entrada a Alemania Oriental. Por eso tuvo que buscar a otro conductor. No le costó encontrar voluntarios entre los estudiantes de la parte occidental, que organizaban intentos de escape por pura convicción.


En un principio, era una estudiante de medicina de Stuttgart quien debía conducir el BMW Isetta en el intento de fuga. Pero en el viaje de prueba por la frontera, perdió los nervios. Los interminables minutos en la fila ante el control fronterizo, los ojos inquisitivos de los oficiales… todo eso la aterrorizó. De vuelta en Berlín Oeste, tiró la toalla. «No la culpo», dijo Jacobi, «pero fue un disgusto muy grande. Solo quedaban unos días hasta que Manfred tuviera que alistarse en el ejército».


Entonces, el 23 de mayo, solo una semana antes de la fecha crítica, el teléfono suena de forma inesperada a primera hora de la mañana. Hay otros dos estudiantes que quieren participar. No le dicen sus nombres a Klaus-Günter Jacobi. Si no los sabe, no les puede delatar. Ese mismo día los dos hombres pasan a Berlín Oriental, uno en el Isetta adaptado, el otro en un Volkswagen Escarabajo, como discreto refuerzo.

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Los dos estudiantes van al encuentro de Manfred Koster en Pankow y se lo llevan a un camino de tierra de Heinersdorf, donde se mete en el habitáculo que lo llevará oculto. Como Klaus-Günter Jacobi les ha enseñado por la tarde, desmontan el depósito de 13 lts y lo cambian por el pequeño. A la tenue luz de las linternas, los estudiantes tardan mucho más de lo previsto en hacer el cambio.


Y el intento de fuga está a punto de fracasar. Un agricultor sale a ver si todo va bien por sus tierras. «Se nos ha estropeado el auto, está todo bien», le dicen. Después, a Manfred le cuesta una eternidad meterse en un hueco tan estrecho. Sobre la carrocería caen gruesas gotas de lluvia, al mismo frenético ritmo que les late el corazón.


Al mismo tiempo, Jacobi espera en el extremo occidental del puente de Bornholmer Brücke, fumando un cigarrillo tras otro. No deja de mirar a la frontera, de ahí al reloj, ya son las once y veinte, piensa, una hora y media de retraso, y aplasta la colilla contra el asfalto. Y la frontera se cierra a medianoche.


Entonces, justo antes de las doce, la barrera se levanta y tanto el Isetta como el Escarabajo pasan la frontera.

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Cuando los dos vehículos han sorteado los obstáculos de hormigón y pasan ante él, Klaus-Günter empieza a correr hasta alcanzar al Isetta.


«¡Manfred! ¡Manfred!» grita.
«¡Klaus!», le devuelve el interior del auto, con una voz emocionada.
«Vas a salir de ahí ahora mismo».


La comitiva se detiene en un parqueadero de la calle Grünthaler Strasse. Sacar al refugiado de la RDA de su escondite les lleva cinco minutos: tiene las piernas hinchadas, la espalda le duele un montón, pero no podría estar más feliz: ¡por fin es libre!


Como aún queda un poco de combustible en el depósito, Klaus-Günter da una vuelta de honor con su amigo Manfred, que ahora ya puede ir sentado en el asiento. Lo celebran hasta el mediodía.

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Lo que queda de la fuga

En algún momento, Klaus-Günter llevó al desguace el Isetta que utilizó para la fuga. Después de la adaptación, al fin y al cabo, no habría pasado las revisiones obligatorias. Lo único que conserva aún hoy en día del auto es la llave de la puerta del motor. La sostiene con cuidado en la mano, mientras sopesa su propia contribución a esta historia: «A veces hay gente que, aunque sea por un momento muy breve, determina el destino del mundo». A día de hoy, ha perdido el contacto con Manfred Koster. Se fueron distanciando, puede incluso que se pelearan por algo, nos cuenta Jacobi. Se han acabado convirtiendo en extraños. Pero nunca olvidará uno de los grandes escapes del Muro de Berlín.


Los dos estudiantes siguieron haciendo esta operación, cuenta Jacobi: con otros Isetta, pero siguiendo el mismo principio. Un año y medio más tarde, descubrieron a uno de los conductores: alguien vio que el auto se movía mientras estaba aparentemente vacío y las autoridades sacaron a una mujer que iba oculta en el compartimento. Fue entonces cuando los estudiantes acudieron a la prensa. «Nueve berlineses orientales consiguen huir en un Isetta», tituló el periódico Nachtdepesche el 27 de octubre de 1964. La idea fue de Klaus-Günter Jacobi.


El sigue apegado a la historia de las dos Alemanias, incluso 31 años después de la caída del muro. Ahora trabaja como guía en el Museo del Muro de Berlín, en la calle Friedrichstrasse. De los más de 850.000 visitantes que acuden a sus instalaciones cada año, casi nadie sabe quién es ese señor que se sienta en la réplica del Isetta que se usó para las fugas, el que observa el Checkpoint Charlie desde una ventana del piso superior. Nadie tiene por qué saberlo, piensa Klaus-Günter. La mayor recompensa es que la gente sepa qué se hizo mal en aquel entonces, y que hubo gente que luchó contra aquella injusticia.

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«Tuve que sacrificar mi Isetta por aquello. Pero vaya si mereció la pena».
Texto y Fotos: BMW Internacional

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